En la sociedad dominicana se ha arraigado la cultura de que el cumplimiento de las leyes es optativo. Se cumplen si se puede, o si nos conviene, o si no queda más remedio que hacerlo.

De esa cultura surge una proclividad colectiva hacia el incumplimiento, no sólo en materia de impuestos, sino en asuntos tan diversos como el pago de deudas, manutención de hijos, respeto de linderos, cumplimiento de leyes de tránsito y cuidado de bienes públicos.

Y nuestros propios gobiernos, por vía del presupuesto público, contribuyen sin proponérselo a fortalecer esa actitud.

De la elaboración del presupuesto nacional se dice, con razón, que es muy poco flexible, pues si sumamos las obligaciones de pagos de intereses, el 4% del PIB para la educación, los sueldos de los empleados públicos y el subsidio a la electricidad, la mayor parte del gasto total presupuestado queda ya comprometido de antemano.

Y eso sucede aún sin que se cumplan en su totalidad los porcentajes adicionales del total, calculados sobre varias bases, que diversas leyes asignan a ayuntamientos, ministerios u otros poderes del Estado. A esos porcentajes no se les da cumplimiento porque se aduce que es imposible hacerlo, lo que se entiende es justificación suficiente para ignorarlos.

Pero si una ley, por las razones que sea, es imposible de cumplir, lo que procede es derogarla o modificarla, no ignorarla.

Si no es viable cumplir con las disposiciones vigentes que otorgan porciones del presupuesto a determinados fines, como si se tratara de repartir una herencia, el gobierno debe someter las propuestas legales requeridas para modificarlas o dejarlas sin efecto, en lugar de dar al país un ejemplo de que el cumplimiento de las leyes es opcional.

Si siguen vigentes y no se cumplen, no sólo se contribuye con la cultura del incumplimiento, sino que se fomenta que otras partidas del presupuesto no se usen de la forma programada.

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